Escribe Marcelo Coronel

 

Conocí a Walter en 1993, asistiendo a un curso que dió en la Escuela de Música de la UNR, donde yo estaba estudiando. Allí toqué un par de piezas que acababa de escribir, recibiendo su estímulo para seguir en esa huella. Al poco tiempo organizó lo que sería mi primer viaje musical a Paraná, junto a María Amalia Maritano, con quien tocamos a dúo (flauta y guitarra). Conocí su hospitalidad, su familia, y empecé a disfrutar de su amistad.

Con el tiempo vinieron otros encuentros: en Santa Fe, en Paraná de nuevo, en Rosario. Era un tipo especial, gran narrador, de un humor muy fino, dueño de una ironía sutil y un carácter envidiable. Me llamaba mucho la atención su capacidad para hacer que todo fluyese como él lo sugería sin jamás imponer nada; estando con él todo pasaba como debía pasar, a su debido tiempo, y de la mejor manera.

No es necesario hablar mucho sobre su música, porque sus méritos son evidentes al escucharla. Solamente diré que, en mi opinión, su trabajo ocupa un lugar destacado en la curva evolutiva de la música argentina para guitarra: sin perder nunca el lazo con la raíz, voló, logrando obras de gran refinamiento y sobriedad.

Le reprocho que se haya ido tan pronto.

Lo recuerdo con una mezcla de nostálgica alegría, y emoción.

 

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